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el después
A dos días de la desaparición, la familia de Juan Terra decidió instalarse en las inmediaciones de Azotea de Ramírez. Querían estar cerca por si aparecía.
Las primeras noches durmieron en una camioneta. Unos colchones en la parte trasera les sirvieron de cama. Podían ver las estrellas, pero no importaba: era verano, hacía calor y casi no dormían.
El clima comenzó a desmejorar y la camioneta ya no parecía suficiente. Rosana, Álvaro y Evangelia siempre estuvieron allí; el resto rotaba.
Unos amigos de la familia -Carlos y “La Negrita”- consiguieron un par de tráileres para el campamento. Las lonas los protegían de la lluvia y dividían los espacios, aquello era su hogar: un cuarto, una cocina, un living y un baño.
Estaban instalados y no pensaban irse. El campamento fue improvisado, pero su persistencia no. Tres lonas colgadas alrededor de un árbol y un balde se transformaron en su baño. Podía parecer incómodo, pero no les importaba, lo que en verdad los inquietaba era seguir sin respuestas.
Durante los primeros días de búsqueda, las personas que llegaban al campamento tenían los pies hinchados de tanto caminar. Sabían que, si se descalzaban, luego sería imposible retomar la búsqueda. Hoy las botas están allí, debajo de los tráileres, esperando.
El camino que une la ruta 8 y la 18 no tiene luz, no tiene agua, no tiene nada. Amigos de la familia Terra comenzaron a llevar baterías, generadores y bidones llenos de agua desde Plácido Rosas, Rincón y Vergara.
Las telarañas comenzaron a crecer alrededor del campamento. Para la familia, también sobre el expediente policial, los procedimientos y la búsqueda.
“Los amaneceres eran duros, siempre era lo mismo”, cuenta Rosana. Comenzó a cuestionarse si valía la pena su presencia allí.
Hoy, en ese paraje de Azotea de Ramírez, queda un alambrado como recuerdo, como testigo de las contradicciones entre los testimonios de quienes vieron a Terra por última vez, como división entre lo que pasó o pudo haber pasado.
En ese paraje también queda un camino y una portera. El espacio de entrada a la incertidumbre, el lugar donde se pierden los rastros y una única certeza: Terra, al menos, pasó por allí.
22 mil hectáreas de forestación que, en setiembre de 2019, comenzaron a derribar: el espacio tupido, difícil de transitar y peligroso de recorrer se desvanecía. Quizá el movimiento, la tala, el campo limpio o las máquinas, para la familia, podrían facilitar nuevas pistas.
En la forestación quedan las marcas de los neumáticos que pasaron y siguen pasando. Hay rastros de casi todo, pero, al parecer, ninguno de Juan Terra.
Rosana, sus allegados y más de 200 personas recorrieron los caminos, los lagos, los tajamares y los claros que conforman ese paraje; sin embargo, afirman que no importa cuántas veces hayan estado allí: se pierden, los caminos siguen siendo confusos.
Mientras tanto, mientras no haya respuestas, mientras no sepan qué pasó, el campamento seguirá allí.
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